Nunca me he llevado muy bien con la muerte. Creo que me produce un estado de rabia. Quizás no la comprendo bien. No lo sé. Tengo claro que es la ley de la vida. Que, inevitablemente, será así y es algo que no se puede cambiar. Algunos dicen, incluso, que es la única certeza que existe.
He tenido que concentrarme en apre(he)nder que siempre es necesario dejar ir. No puede ser de otra forma. En todo, siempre hay que ser capaz de dejar ir. Aunque suene a manual de autoayuda, es un sentimiento bastante sano. Tengo que acostumbrarme a él, más cuando, cronológicamente, será una situación que pasará más seguido que antes.
A pesar de todo, el último año me he ido acostumbrando a la idea de que es sinónimo de cambio. Ayer lo hablaba con Mariely y acordamos en que era así, teniendo ambas una pena parecida. Cambio. Lo que no significa que cada vez que alguien cercano muere no me dé una pena tremenda y me enoje un poco con la situación.
Pero me está gustando la idea de CAMBIO. Es triste, pero la muerte de mi abuela y la de mi tío Chato (hace sólo unos días) han coincidido con desafíos nuevos. Es extraño, pero creo que – sin dejar de lado la pena -, la energía que generan estas situaciones remueven todo alrededor. Algo debe cambiarse en algún lugar. Algún efecto colateral debe producir.
En mi caso el efecto ha sido CAMBIO. Aunque sigo un tanto triste, más que nada por mi mamá y Susana, mi prima, creo que la sensación de que mi entorno se está moviendo y que este año será de poner en práctica los aprendizajes continúa. Como le decía a Darcy hace algunos días “fue un año de cerrar procesos, de atar cabos, concluir etapas…”.
(Mientras reviso este post me acuerdo de El lado oscuro del Corazón. Ahora me acuerdo del hermano de Rosario Tijeras).